A través de los ojos de un niño la realidad sí puede ser diferente. Hasta lo más crudo y difícil de atravesar como una inundación se ve por a través de los nítidos cristales de la infancia como una gran aventura o una posibilidad de jugar y aprender. Así lo demuestra Diego Tiseira en Casas que flotan. La mirada infantil, con la imaginación y la curiosidad como combustibles, es una creadora incansable de infinitas microficciones que corren en paralelo a los hechos más duros que pueden suceder, ajenas a las racionalidades y preocupaciones de los adultos.
En Casas que flotan (Editorial Caburé), la primera novela del comunicador social y librero Diego Tiseira que va por su celebrada segunda edición, quien narra es un chico que junto a sus padres y su hermano atraviesa una inundación. La misma que, se insinúa —por las referencias a las calles y espacios del barrio— vivió la ciudad natal de Tiseira, Trenque Lauquen, en el ‘87. Una de las peores de su historia.
Los chicos deben abandonar una casa que se llenó de agua para refugiarse primero en lo de la señora del almacén y después en lo de su abuela. Sus juguetes quedan flotando sobre el agua marrón. Su papá anda en bote por las calles ayudando a los inundados.
Algunos vecinos luchan frente a la municipalidad por la construcción de una zanja. El río Quinto crece y crece. Sin embargo, en el “juego de las confesiones”, el pequeño narrador revela a su hermano Javier —que lleva el mismo nombre que el hermano de Tiseira fuera de la ficción— que le gusta la inundación.
A los dos les gusta: “Me gusta todo, los renacuajos cuando estamos inundados de día y las velas cuando nos inundamos de noche los pescaditos y que nos vamos a la casa de la abuela y nos hace milanesas con puré y nos deja tomar un poco de vino. Me gusta cuando flotan los soldaditos en la pieza también”.
La inundación significa además entender y apropiarse una identidad nueva: el inundado. Para el narrador es un orgullo, una impostación de la que debe hacer alarde y también un compromiso que cumplir, ya que vivir algo implica también el deber de contar lo que sucedió. “Mañana voy a llegar a la escuela y todos van a venir a verme, me van a preguntar por la inundación, me van a preguntar si mi casa está inundada, dónde estoy viviendo ahora, cómo hicimos para salir del agua. Voy a ser como alguien importante, como un famoso, como Maradona”.
También ser un inundado es andar con postura corporal determinada, según Tiseira —“Arrastro un poco los pies y camino despacito con la cabeza mirando bien para abajo”—, tener ventajas —una galleta gratis del almacén —, el reconocimiento de sus pares, la atención de la maestra. Una diferenciación marcada por el saber algo que los otros no.
La mirada infantil tiñe esta experiencia devastadora de una ficción inocente y optimista sin límite creativo y la genialidad de esta obra es darle lugar, acompañarla, dejarla crecer con una verosimilitud conmovedora. Tiseira construye su novela con el realismo único de quien tuvo también el agua hasta la rodilla. Es ese saber de la experiencia misma el que se elige comunicar.
La realidad está ahí entre la literatura, aunque el lector no sepa dónde. Los hechos más trágicos de la novela — por ejemplo la muerte de una señora electrocutada— sin embargo rozan el mundo de fantasías de los niños pese a que sus padres intentan evitarlo.
Mucho más que verosímil, el relato se asemeja a un recuerdo nítido de una vida de barrio en la década del ‘80. Allí están las bolitas, las galletas en frascos en el almacén, los televisores viejos con la “lluvia” de líneas blancas y negras donde los chicos ven “pescaditos”, el pan con manteca y azúcar.
Además del realismo, Casas que flotan también tiene mucho de novela de aprendizaje, un género literario que tiene su origen en el tan leído en la vida escolar La vida de Lazarillo de Tormes y su protagonista el pícaro, un niño pobre que debe rebuscárselas a través de las travesuras para poder ganar un pedazo de pan. De cada obstáculo se lleva una enseñanza.
En el relato de Tiseira los protagonistas están en transición de la niñez a la adolescencia o adultez y la experiencia es la que construye saberes. La inundación, las calles del barrio, los errores, las cosas que no hay que hacer y se hacen igual educan como o más que la escuela. Mientras con la maestra tienen dictado y clases de ortografía, la vida del inundado enseña a compartir, ayudar, sacar bolitas de un pozo, a robar choclos de un terreno, a guardar secretos, a decir cosas difíciles de decir.
La figura de Javier, el hermano mayor del pequeño que cuenta la historia, es muy importante en este sentido. Funciona como su mentor: le marca el camino, las reglas. El narrador lo copia, recuerda cada una de sus palabras y siempre se está mirando en él. De los diálogos entre los dos salen leyes de la vida, chistes, peleas y conexiones que sólo pueden darse en un vínculo fraternal.
La inundación también hace posible la gestación del niño en escritor, o quizás cronista. La invención, la mentira, la realidad, la ficción, la verdad, el registro, el testimonio, son conceptos que empiezan a ser diferenciados y aprendidos en el pensamiento del narrador. Se trata de los conceptos clave de la literatura y el periodismo.
Contar la inundación se vuelve una necesidad, muchas veces frenada por el entorno. Pero, ¿cómo hacerlo? Los primeros intentos están cargados de exageraciones, dificultades y elementos inverosímiles.
“Cuando las casas se llenan de agua el carnicero de la esquina se pone rojo de la bronca y empieza a las puteadas y desde adentro de la carnicería las vacas también empiezan a protestar por la inundación”, lee el niño frente a la clase y es retado por la señorita que piensa que su redacción es un disparate. Su mamá, en la misma línea, le dice que tiene que escribir cosas más lindas y que hacen los nenes. Porque la inundación es un tema de los grandes.
Si la inundación convierte el niño en escritor, también esta novela convierte en autor de ficción a Tiseira, y a la vez en un autor comprometido, que dice lo que era muy necesario decir. Casas que flotan, el libro de Trenque Lauquen para grandes y chicos, visibiliza y da voz al inundado, una deuda pendiente de la literatura.
Nota y foto Tiempo Argentino